jueves, 10 de marzo de 2011

LA BATALLA DE KADESH

Sólo las arenas quemantes del vasto desierto egipcio serían capaces de llevar a la posteridad el testimonio de la primera y más antigua batalla de la que se tiene certificación en la historia del mundo: La batalla de Kadesh, duelo militar entre formaciones egipcias e hititas acaecida (eso es aún materia de varios debates) aproximadamente en el 1,274 a.C. Dos grandes emperadores, el faraón Ramsés II y el rey Muwatallish II; y dos grandes imperios, Egipto y el naciente imperio Hitita, se enfrentaron en pos de la supremacía de Siria, arteria estratégica considerada vital para futuras expansiones. La noticia de esta antiquísima batalla,  afortunadamente para la objetividad histórica, nos ha sido legada tanto por el hallazgo del famoso Poema de Pentaur (ordenado por Ramses II para gloria suya), y diversas crónicas hititasLos hechos pretéritos a esta contienda arreciaron hacia el siglo IV antes de Cristo. Egipto, aquella milenaria tierra de los faraones donde Amón y Ra eran el nivel más alto de la religiosidad, había sufrido una serie de profundos cambios inspirados por el nuevo emperador Amenofis IV, hijo de Amenofis III (luego bautizado como Akhenatón o “el que está en Atón”) que aborrecía a Amón y deseaba instaurar en su lugar el culto a Atón. Desafiando incluso a la poderosa clase sacerdotal, cerró cuando no destruyó los antiguos templos y expulsó con brutalidad a los clérigos. Esta revolución religiosa, que sacudió el Imperio hasta sus cimientos, determinó a la larga un gradual proceso de decadencia que hizo perder al país su estatus de privilegio. Muerto Akhenatón, fue sucedido por su yerno Tutankamón (famoso por su espléndida tuba hallada a comienzos del siglo XX) quien restauró la religión anterior.
Sin embargo, el poder de Egipto, afianzado en una alta y exigente religiosidad, perdió parte de su brillo. Ni su lista de sucesores, sea Horemheb, Seti I o Ramsés I, pudieron instaurar el dominio pleno en Asia Menor y perdieron sucesivamente las posesiones adquiridas tanto en Palestina, ocupada ya por tribus nómades hebreas, como en Siria, conquistada por los hititas, milenaria población de origen indoeuropeo provenientes de la península de Anatolia (hoy Turquía). A diferencia de otros pueblos semitas, en su mayoría bárbaros, los hititas eran un pueblo culto, al mismo nivel de Babilonia y Egipto, las otras potencias de Oriente Medio. Teniendo a la ciudad de Hattusa como capital y dueños de un alfabeto jeroglífico propio (influenciado luego por la escritura cuneiforme asiria) el poder de este nuevo reino aglutinó a numerosas ciudades-estado de culturas muy diferentes entre sí gracias a su poder militar y habilidad diplomáticaEl ascenso de Ramsés II y el peligro hititaLos hititas, que a diferencia de los egipcios ya estaban en la edad del hierro, fueron muy pronto motivo de preocupación extrema para el imperio del Nilo. Los avances hititas en Asia Menor eran espectaculares. Shubiluliuma I, medio siglo antes, había realizado grandes conquistas en Siria llegando a convertir incluso al exótico reino de Mitani (de población hurrita y amorita) en tributario suyo. Estas grandes invasiones sirvieron muy pronto al nuevo gobernante hitita Muwatallis II, del que se sabe muy poco, para tener pleno dominio de la región. Con la muerte del emperador egipcio Seti I, el pueblo del Nilo veía en su sucesor Ramsés II, el hombre que quitase del camino la ya molesta presencia hitita. Al asumir el faraonato, el joven y nuevo emperador se propuso acometer la arriesgada empresa.
Esta desde luego, no sería en absoluta sencilla. El pueblo hitita, tan hábil guerrero como excelente diplomático, había conseguido trabar alianzas de defensa y cohesión con distintos reyezuelos de la región (los de Nahr el-Kelb, Gubla, Arwad, Ugarit, Naharina y Kargamis, entre otros), formando una coalición anti-egipcia casi de granito. Además, habían recientemente logrado pactar con el poderoso imperio asirio un cese total de las hostilidades, de modo que podrían dedicarse con esmero a concentrar su defensa en un solo frente. Ramsés, por su parte, decidió atacar con la misma arma diplomática tras obtener la amistad del príncipe Bentesina de Amurru, aliado de los hititas. No obstante, si no tenía en su poder Kadesh, lo sabía bien el egipcio, nunca podría tener Siria, de modo que prefirió realizar una gran ofensiva.
Muy precavido, el astuto Muwatallish II lo estaba esperando con una fuerza unificada pero variopinta de más de 17 mini-estados, consistente en 3.700 carros de combate y 40,000 infantes. Ramsés, por su parte, lleva un ejército formado por 20.000 soldados divididos en cuatro divisiones de 5,000 soldados cada una. La división Amón, con el faraón al frente, va adelante; muy cerca, la división Rá, y en la retaguardia las otras dos divisiones conformadas por feroces mercenarios negros traídos de Nubia y un número no precisado de amorreos, hombres que profesaban un odio mortal hacia los hititas. Un mes demoraron en llegar a los alrededores de Kadesh, instalándose finalmente en una colina de 150 metros de altura llamada Kamuat el-Harmel, ubicada en la orilla derecha del río Orontes (actual Líbano). Allí amaneció el rey, acompañado de sus generales y sus hijos, en la mañana del día 9 del tercer mes del verano de 1300 a. C (esa es la datación original de los testimonios recogidos)
A la mañana siguiente, iniciaron el curso de las hostilidades. Ramsés avanzó con sus divisiones a toda prisa, moviéndose en sentido paralelo a la ciudad desde el oeste y hacia el norte. Los hititas, a su turno, se movilizaron al mismo tiempo que los egipcios, pero esta vez flanqueando la ciudad desde el este y hacia el sur. Con la ciudad entre ambos, los egipcios no percibieron el rápido movimiento hitita, que anhelaba la emboscada. Astutamente, Muwatallish II prepara una maniobra distractora: Envía supuestos soldados desertores a campo egipcio quienes apresados, “confiesan” que el enemigo está bastante más al norte de donde realmente estaban. Ramsés, escéptico, ordena torturarlos. Cuando finalmente confiesan, el vehemente faraón comprende que ha sido engañado y que ya no tiene tiempo para organizar sus diferentes unidades.  En ese momento el enemigo, oculto tras los pastizales y juncos cerca al río, lanza una ofensiva letal.
Ramsés no puede creer lo que está ocurriendo. Ordena desesperadamente la defensa pero la brutal embestida de los carros hititas, mucho más pesados aunque menos maniobrables que los egipcios, aplasta sin piedad las unidades egipcias. La infantería egipcia, dispersada por la ofensiva es rápidamente anulada y su escaso poder de reacción dirige su esfuerzo en procurar la salvación de las unidades Amón y Ra, donde se encuentra el faraón, que resiste con todas sus fuerzas. Las divisiones que iban detrás, de nombre Ptah y Sutekh, ignoran el peligro que está por caer y continúan avanzando. Casi 10,000 egipcios pierden la vida y la derrota parece inevitable. Sin embargo, ocurre algo impensado: con el enemigo virtualmente vencido, los hititas destinan irresponsablemente sus esfuerzos al pillaje y al saqueo sistemático. El propio faraón debe su vida a la codicia de los hititas que intentan cobrar el premio que les fue prometido: Si alcanzaban la victoria, podrían cobrarse como gustase el favor de haber prestado para la guerra sus carros de combate, donados por los soldados ante la incapacidad del Estado por costear unos nuevos.
Una salvación y trato de paz inesperadoLa ambición marca pues, el punto de inflexión de la batalla. Muwatallish II, desde su puesto de batalla, asiste a la consumación de un festín. Teniendo todo a su favor para hacerse de la victoria, el rey hitita pierde una fabulosa oportunidad para aniquilar a las restantes 3 divisiones. Ramsés, que es informado que las divisiones restantes estaban muy cerca, aprovecha la rapiña generalizada para romper el cerco de carros de combate hitita y ponerse a salvo abriéndose paso hasta alcanzar la otra orilla del río Orontes. En ese sentido, de enorme importancia fueron la participación de los miles de notables arqueros egipcios, que aprovechando el empuje hitita por entrar al campo egipcio, lanzaron un ataque gigantesco de flechas que provocó una mortandad terrible.
Viendo cambiar su estrella, Ramsés ordenó un reacomodo de sus fuerzas. Para suerte suya, tropas de milicianos amorreos aparecieron en tal crucial momento y la igualdad de fuerzas se hizo evidente. Los hititas, ya en posición defensiva, emprendieron luego la huida, tratando de vadear el río para conseguir descanso. Con los caballos cansados y sus pesados carros de batalla chocándose entre sí, los hititas ya no pudieron recomponer su ofensiva pese a los esfuerzos de Muwatallish II, desesperado ante el desbaratamiento de sus planes. Casi al final de la batalla, el rey hitita no podía sentirse más frustrado: Había perdido la ocasión de explotar su ventaja táctica yEn el campo egipcio, del pesimismo se pasó a la euforia. Aún tenían dos divisiones absolutamente frescas y un enemigo puesto en fuga. Empero, Ramsés prefirió ser más cauto. Quizás comprendió que la mortandad y el precio de la campaña eran demasiado altos como para iniciar posiciones defensivas. Algo similar debió pensar Muwatallish II, que comprendiendo el peligro de ostentar tropas tan disímiles entre sí, pagadas sólo por lo que robaran el combate y dominadas por la ambición, era sumamente difícil que no ocurriera lo ya visto. Fiel a su talento diplomático, envió una oferta de paz a Ramsés, que secretamente, aceptó gustoso. Hacia el 1,285 a.C, se firmó el tratado de amistad y mutua cooperación de Kadesh entre Ramsés II  y Hattusil III, nuevo rey del imperio Hitita.
de acuerdo a como ahora se presentaba la batalla, lo mejor era retirarse.En el mencionado trato, finalmente, ambas naciones renovarían sus aspiraciones de paz mutuas y ponían fin a sus diferencias. Es más, con los años y el aumento del peligro asirio, ambas formarían un frente común. Por otro lado, triste final tuvieron el príncipe Bentesina, el aliado amorreo de Ramsés, el cual fue derrocado a favor de Sabili, un nuevo rey que aceptó sin honor ser un vasallo más. En cuanto a Ramsés, éste regresó a Egipto literalmente “con las manos vacías”. Pese a perder Siria, (al final, como premio consuelo se adentraron en la región vecina de Amurrú y Upi) el egipcio no se ahorró esfuerzos en pro de ordenar al célebre escriba Pentaur, la narración de sus falsas hazañas. De esta orden nación el famoso Poema de Pentaur, el cual ha llegado a nosotros tras un silencio de más de 3 mil años.

1 comentario:

  1. HOLA!tan solo decir que la batalla "Quadesh" al parecer fue grande ,ya que queda "documentada en la historia" con tratado de paz incluido.los efectos post guerra son siempre "horribles"
    y esta no fué menos desde luego,cabe remarcar el "aspecto detrimente moral"sentimental etc,en el espiritual posterior
    efecto de "vacio"por defecto de parte de los chicos militares acaecidos como consecuencia de la batallita en cuastion o enfrentamiento por la consiguicion de "terrenos y ruta comercial"entre otros deseos,quedando una sensacion "malisima de malestar general",pasarian años antes de superar las perdidas de vidas humanas.
    sinceramente
    karlina.

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